January 30, 2020

Source: Bigstock

There is an Austrian legend that deals with a man who, according to his daily custom, goes to the Neugröschl restaurant in Vienna and has a goulash lunch. As soon as he returns home he goes to bed twice with his wife and thrice with his sister-in-law, rapes the maid, and is arrested just before attempting against his daughter. The case is so interesting from the clinical point of view that a council chaired by an eminent, world-famous professor is called. The family doctor reports that the man has not done anything extraordinary; he just went to the Neugröschl to eat goulash. “What do you suggest we do, Herr professor?” they ask the great scholar. “I don’t know what you’re going to do,” says the great professor. “As far as I’m concerned, I’m going to the Neugröschl to eat goulash.”

This lubric Viennese story is found in Memoirs of an Anti-Semite, by Gregor von Rezzori, and can be extended to different geographical locations and their typical dishes.

But is there really such a thing as aphrodisiacal food? In the novels of the sybarite Ian Fleming, creator of James Bond, oysters, eggs cooked in multiple ways, snails, caviar, crabs, Bolognese spaghetti with a lot of garlic, good red wine, and a lot of Taittinger champagne come out often. The Vesper Martini also works.

It is a matter of vital joy. A good entourage also helps to achieve erotic sensations. The Kentucky Fucked Chicken or those multinational fast-food franchises are not inspiring, because they kill every sense of taste. They are like electronic music with a sieg-heil-like rhythm that makes man dumb from the rhythm of such low taste. Something, but not sensual.

I remember one summer near Cala Salada in Ibiza where a chartered boat for swinging couples allowed itself to be seen moored just a few meters from the coast. The show would have delighted Caligula, as the orgy was rampant and, in the absence of a horse on board, a Great Dane was walking on the deck.

“A good entourage also helps to achieve erotic sensations.”

But the really rude thing is that the panda of exhibitionists stirred at the abominable rhythm of an electronic bakalao at a deafening volume. They destroyed the harmony of the afternoon and any erotic delight with that music only suitable for nanotechnologists or pill zombies attached to a bottle of water. (They also fucked like robots—you could tell they didn’t know the bolero’s cadence, the taste of calypso, the sweetness of the samba, the braid of the rumba, the gallop of the mambo…)

The contortions were typical of abstemious sex, which is not so funny. I know because after a forced exile detox at a fat farm in Merano, the maintenance of an oligarch temporarily accepted me to cope with the hard and sad diet. The spark really took light when the sweetheart pulled out a bottle of vodka hidden under her pillow…

(The article in its original Spanish immediately follows.)

La Chispa Afrodisiaca

Hay una leyenda Austríaca que trata de un hombre que, de acuerdo con su costumbre diaria, va al restaurante Neugröschl de Viena y almuerza un goulash. En cuanto regresa a su casa se acuesta dos veces con su mujer, tres con su cuñada, viola a la sirvienta y es detenido justo antes de atentar contra su hija. El caso es tan interesante desde el punto de vista clínico que se convoca un consejo presidido por un eminente profesor de fama mundial. El médico de la familia informa que el hombre no ha hecho nada extraordinario: se limitó a ir al Neugröschl a comer goulash. “¿Qué sugiere usted que hagamos, herr professor?”, le preguntan al gran erudito. “No sé qué es lo que ustedes van a hacer—dice el gran profesor—, en lo que a mí respecta, voy a ir al Neugröschl a comer goulash.”

Esta lúbrica historia Vienesa se encuentra en Memorias de un antisemita, de Gregor von Rezzori, y puede extenderse a diferentes geografías y platos típicos.

Pero ¿existe realmente la comida afrodisiaca? En las novelas del sibarita Ian Fleming, creador de James Bond, salen a menudo las ostras, huevos cocinados de múltiples maneras, caracoles, caviar, cangrejos, espaguetis boloñesa con mucho ajo, buen vino tinto y mucho champagne Taittinger. El Vesper Martini también funciona.

Es una cuestión de alegría vital. Un buen entourage también ayuda a lograr sensaciones erotizantes. El Kentucky Fucked Chicken o esas franquicias de fast food multinacional no son nada inspiradoras, pues matan todo sentido del gusto. Son como la música electrónica con su ritmo sieg hail y embrutecen al hombre en la igualdad rítmica del más bajo gusto común. Algo nada sensual.

Recuerdo un verano, cerca de la ibicenca cala Salada, cómo un barco fletado para el intercambio de parejas se dejaba ver a pocos metros de la costa. El espectáculo hubiera hecho las delicias de Calígula, pues la orgía era desenfrenada y, a falta de caballo a bordo, paseaba por la cubierta un gran danés.

Pero lo verdaderamente grosero es que la panda de exhibicionistas se agitaba al ritmo abominable de un bakalao electrónico a un volumen ensordecedor. Destrozaban la armonía de la tarde y cualquier delicia erótica con esa música solo apta para nanotecnólogos o zombis de pastillita pegados a una botella de agua (también follaban como robots, se notaba que no conocían la cadencia del bolero, el sabor del calypso, la dulzura de la samba, el trenzado de la rumba, el galope del mambo…)

Sus contorsiones eran propias del sexo abstemio, lo cual no es tan divertido. Lo sé porque tras un forzoso exilio detox en una fat-farm de Merano, la mantenida de un oligarca me aceptó temporalmente para sobrellevar la dura y triste dieta. La chispa realmente prendió cuando la tierna tártara sacó una botella de vodka escondida bajo su almohada…

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